viernes, 21 de diciembre de 2012

HABITACIÓN 212





HABITACIÓN 212
 
            Esa noche tampoco pude dormir. Con los ojos incendiados y a punto de estallar, me dirigí al lobby del hotel. Todo parecía igual, como siempre cada vez que merodeaba por la sala de estar. En esa ocasión solamente dos personas de edad avanzada tomaban un descanso con las piernas elevadas sobre pequeños sillones. Pasé frente a ellos y pude percibir su acento francés. Cuando al fin llegué al vestíbulo, un botones trasladaba las maletas de una joven pareja que llegaba en ese instante.

            Abrazados por la cintura, parecían dos enamorados que mirando al suelo  pareciera se olvidaran del presente y todos cuanto lo conformábamos, para así entregarse en un coloquio tan personal como sólo su amor les permitía. Me detuve por un instante, sentí dibujarme en tan clásica silueta: los recuerdos de un ayer que parecía lejano abrumaron mi mente.

            Seguí su caminar entorpecido por sus piernas y pies entrecruzarse los unos con los otros. Jamás dejaron de sonreír, jamás se separaron hasta que los perdí de vista. Las puertas de cristal se cerraron y un suspiro melancólico se prolongó por mis fosas nasales.



            El fresco de la mañana me trajo un poco de alivio. La mañana era agradable, al menos no hacía tanto frío como en los últimos días. Me recargué en el amplio portón de la entrada, y descansé todo mi cuerpo sobre el hombro derecho. De pronto, un dolor agudo se clavó en mi pierna por enésima ocasión acusando un dolor insoportable. Recompuse la figura y me llevé la mano hacia donde se manifestaba una punzada casi cortante. Me froté con suavidad intentando hacer entrar en calor el dolorido músculo, pero todo fue inútil, pues transido de un sufrimiento insoportable caí en un lloriqueo apenas audible.

            Sin poder evitarlo mis ojos se nublaron; eran ya cerca de tres meses que aquella dolencia no me dejaba tranquilo. Un par de minutos después me recuperé y preferí retornar al interior. La pareja de ancianos franceses continuaba su descanso. Se habían agregado una mujer y una niña, denotando esperar con impaciencia. Un hombre entró por el acceso lateral, y tras saludarlas de manera efusiva y cariñosa, salieron del hotel con rumbo desconocido.



            Me apoltroné en el sofá de la sala de estar para intentar leer el periódico matutino. Al tomarlo entre mis manos pensé con desencanto: «¡Caramba, no han cambiado el diario nuevamente!»  Frunciendo el ceño lo lancé sobre la mesa lateral, y me distraje entonces admirando el nuevo cuadro que adornaba el muro principal de la estancia. Como impulsado por un resorte me puse de pie y caminé justo hasta debajo de éste.

            La firma no era legible, al menos para mí. Era un retrato maravilloso de una mujer en una escena campirana. Parecía un Monet. Al igual que la pintura clásica del pintor, portaba ella un hermoso vestido blanco y una sombrilla majestuosa. Una auténtica belleza. Era un óleo original, y asumí por el tamaño debió tratarse de una pintura costosa, pues su técnica depurada, su balance de colores y la escena proyectada, me hicieron imaginar una magnífica inversión del hotel.

           

El clásico sonido de la puerta del restaurante se escuchó, e instintivo volteé hacia su dirección. Entonces, como si una montaña se derrumbara cataclísmica en mis interiores, una joven mujer acompañada por un hombre hizo acto de presencia. Sus rasgos eran casi idénticos a los de Marion. «No, imposible, no puede ser ella.», pensé. El corazón me dio un vuelco y caí en un sopor desbordante.

            Absurdo tal vez, pero me oculté detrás del arreglo floral monumental que separaba el lobby del restaurante. Una vez que pasó por enfrente de mí, pude comprobar que en efecto no era ella. Un alivio irracional me inundó, pues a pesar de confirmar que se trataba de alguien muy parecido, la simple idea de imaginarla en compañía de otro hombre me parecía insuperable.

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Cuento tomado del libro Ocho cuentos y un Largo Camino a Montjuïc
Arturo Juárez Muñoz
Derechos Reservados

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