Cuando somos pequeños, todo es nuevo y nada es todo. Nos
sorprendemos de las cosas más nimias jamás imaginadas, pero distinguimos a
plenitud una realidad hermosamente agradable, de una fantasía que nos transportaba
a galaxias lejanas.
La vida transcurría entre juegos emanados de nuestra
imaginación, hasta corceles de madera galopando grandes desiertos y llanuras. Para
cuando la noche caía, el cansancio nos atrapaba entre sus redes, y ni aún allí
nuestra cabeza dejaba de girar en volutas ascendentes.
Una tarde, asumo fin de semana, mi madre y yo regresábamos a
casa luego de acudir a un encuentro de futbol. Por cierto, ella era gran
conocedora del deporte, logrando transmitirme lo que hasta hoy, es una pasión
que no encuentra reposo.
Mi padre retornaba de la capital todos los viernes, y en esa
ocasión lo esperábamos a la hora acostumbrada. Sin embargo, para nuestra
sorpresa, él ya estaba en casa. Luego de saludarlo y sentirme complacido porque
había vuelto con bien y a temprana hora, me mostró dulcemente una sonrisa que denotaba satisfacción.
Inducido por él, salí a la parte trasera de la cocina en
busca de una bolsa de basura, cuando para mi sorpresa, una erguida escalera de
madera yacía recargada sobre un muro, rebasando con sus portentosas patas el
nivel de la azotea.
De madera de pino, perfectamente recortada y ensamblada, aquella
obra de arte lucía esplendorosa invitándome a escalarla y descubrir la otra
cara de la vida. ¡Sí, la vida vista desde una azotea!
Hoy, en puerta de mis 61 años, aún recuerdo el evento.
Sencillo, insignificante, pero trascendental en mi vida. Me enseñó muchas cosas.
Me mostró la cara de la sencillez y del trabajo; la faceta del orden, de la
precisión, de la templanza. Por años gocé de su precisión milimétrica. La subía
y bajaba con tal entusiasmo, que creo haber quedado subyugado de su geometría.
A mis once años de edad, mi padre partió. En ocasiones creo
que subió por esa escalera a sabiendas que lo conduciría al cielo, en busca de
su siguiente escalera, de su siguiente gran ideal, de su siguiente sueño.
Hoy, aunque aquella escalera ya no está físicamente, sí lo
está presente en el día a día de mi vida; me sigue enseñando que soy yo mismo
el que construye sus propios escalones, y felizmente, los escalo para alcanzar
mis propios sueños, vencer mis propios retos y anhelar que algún día, me lleve
por igual… a mi siguiente escalera.
De sus manos de artista,
artesano de la vida,
maderas traslapadas en señal de fantasía.
Tu enhiesta figura de peldaños infinitos,
se multiplica hasta alcanzar el otro lado de la luna.
Y en tu trazo, singular y portentoso,
reposa su sonrisa de padre,
de amigo, de sabia arquitectura.
A la memoria de mi padre inolvidable:
Arturo Juárez Muñoz
Literalia México
2014