HABITACIÓN
212
Esa noche tampoco pude dormir. Con
los ojos incendiados y a punto de estallar, me dirigí al lobby del hotel. Todo
parecía igual, como siempre cada vez que merodeaba por la sala de estar. En esa
ocasión solamente dos personas de edad avanzada tomaban un descanso con las
piernas elevadas sobre pequeños sillones. Pasé frente a ellos y pude percibir
su acento francés. Cuando al fin llegué al vestíbulo, un botones trasladaba las
maletas de una joven pareja que llegaba en ese instante.
Abrazados por la cintura, parecían
dos enamorados que mirando al suelo pareciera se olvidaran del presente y todos
cuanto lo conformábamos, para así entregarse en un coloquio tan personal como
sólo su amor les permitía. Me detuve por un instante, sentí dibujarme en tan
clásica silueta: los recuerdos de un ayer que parecía lejano abrumaron mi
mente.
Seguí su caminar entorpecido por sus
piernas y pies entrecruzarse los unos con los otros. Jamás dejaron de sonreír,
jamás se separaron hasta que los perdí de vista. Las puertas de cristal se
cerraron y un suspiro melancólico se prolongó por mis fosas nasales.
El fresco de la mañana me trajo un
poco de alivio. La mañana era agradable, al menos no hacía tanto frío como en
los últimos días. Me recargué en el amplio portón de la entrada, y descansé
todo mi cuerpo sobre el hombro derecho. De pronto, un dolor agudo se clavó en
mi pierna por enésima ocasión acusando un dolor insoportable. Recompuse la
figura y me llevé la mano hacia donde se manifestaba una punzada casi cortante.
Me froté con suavidad intentando hacer entrar en calor el dolorido músculo,
pero todo fue inútil, pues transido de un sufrimiento insoportable caí en un lloriqueo
apenas audible.
Sin poder evitarlo mis ojos se
nublaron; eran ya cerca de tres meses que aquella dolencia no me dejaba
tranquilo. Un par de minutos después me recuperé y preferí retornar al interior.
La pareja de ancianos franceses continuaba su descanso. Se habían agregado una
mujer y una niña, denotando esperar con impaciencia. Un hombre entró por el
acceso lateral, y tras saludarlas de manera efusiva y cariñosa, salieron del
hotel con rumbo desconocido.
Me apoltroné en el sofá de la sala
de estar para intentar leer el periódico matutino. Al tomarlo entre mis manos
pensé con desencanto: «¡Caramba, no han cambiado el diario nuevamente!» Frunciendo el ceño lo lancé sobre la mesa
lateral, y me distraje entonces admirando el nuevo cuadro que adornaba el muro
principal de la estancia. Como impulsado por un resorte me puse de pie y caminé
justo hasta debajo de éste.
La firma no era legible, al menos
para mí. Era un retrato maravilloso de una mujer en una escena campirana.
Parecía un Monet. Al igual que la pintura clásica del pintor, portaba ella un
hermoso vestido blanco y una sombrilla majestuosa. Una auténtica belleza. Era
un óleo original, y asumí por el tamaño debió tratarse de una pintura costosa, pues
su técnica depurada, su balance de colores y la escena proyectada, me hicieron imaginar
una magnífica inversión del hotel.
El
clásico sonido de la puerta del restaurante se escuchó, e instintivo volteé
hacia su dirección. Entonces, como si una montaña se derrumbara cataclísmica en
mis interiores, una joven mujer acompañada por un hombre hizo acto de
presencia. Sus rasgos eran casi idénticos a los de Marion. «No, imposible, no
puede ser ella.», pensé. El corazón me dio un vuelco y caí en un sopor
desbordante.
Absurdo tal vez, pero me oculté
detrás del arreglo floral monumental que separaba el lobby del restaurante. Una
vez que pasó por enfrente de mí, pude comprobar que en efecto no era ella. Un
alivio irracional me inundó, pues a pesar de confirmar que se trataba de
alguien muy parecido, la simple idea de imaginarla en compañía de otro hombre
me parecía insuperable.
Cuento tomado del libro Ocho cuentos y un Largo Camino a Montjuïc
Arturo Juárez Muñoz
Derechos Reservados
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